sábado, 30 de agosto de 2014

Los jardines de San Francisco, Joel Correa.


Los niños jugaban a la pelota a diversos juegos, a veces la golpeaban como en el futbol y otras la arrojaban como en el voleibol. El césped se notaba ya desgastado y en los rosales se notaban unos pétalos ya caídos. Había espacio para los niños en los enormes jardines e incluso espacio para sus gritos, pero se notaba un deterioro por su alboroto. Ya no eran los tiempos de antes y ningún adulto además de mi estaba a la vista para reprenderlos. Tenía que regañarlos por su conducta tan desordenada. Por ello me acerqué mostrándome tranquilo para hablar con ellos pausadamente y buscar su atención.

En lo alto veía la estatua de San Francisco de Asís, con su perro a un lado, a mi derecha la entrada principal de la iglesia con sus racimos de uvas bellamente labradas. La cantera roja y limpia tal como había estado desde hacía años. Los árboles del jardín del fondo, que ahora parte se utiliza como estacionamiento, se notaban de la misma altura desde que yo y mis hermanos jugábamos aquí en San Francisco.

Entonces me llegó un recuerdo ya olvidado. Mi hermano, mi hermana y yo corríamos dando vueltas, primero en un jardín y luego en otro; en ese tiempo no teníamos aún ni los diez años. Abiertos los tres portones de la iglesia igual que ahora y sin nadie que nos regañara.

- Mira, en esa banca se sienta una mujer, ella siempre mira hacia esa ventana-. Decía mi hermana mientras corría.

- No es verdad, lo imaginaste igual que otras cosas -. Reía mi hermano.

Mi hermana aseguraba que una mujer con vestido ya antiguo rondaba por esta bella iglesia. Decía que caminaba hacía la entrada principal y luego veía con cariño una de las casas ubicadas en el callejón de los Esquíveles. Posteriormente nos contó que entraba a la iglesia y nadie la veía salir. Llegamos a pensar que ella quería que tuviéramos miedo. Ya nos habían contado que el perro de la estatua de San Francisco correteaba a los niños, y que a veces a los borrachos en las noches; era tal vez una historia real pero la de la de Hacienda del molino de las Ardillas, la del hombre a caballo, era más popular y esa sí nos daba miedo.

Yo le creía a mi hermana lo de la mujer de blanco porque una vez había visto una mujer de vestido antiguo en la misa de oración. Sin duda alguna se trataba de la misma mujer, ya en dos ocasiones la había visto rezando devotamente. Mi hermano en cambio se mostraba muy renuente ante tal idea, la de un posible fantasma, pero mostraba respeto y a pesar de sus comentarios no contradijo nunca a mi hermana, ni a mí.



Recuerdo que de eso hablábamos mientras corríamos, y seguro también lo hacíamos sin preocuparnos por los rosales y las buganvilias que había en ese entonces. Aunque una ocasión un monje nos miró desde una ventana, y mostrando únicamente la mitad del rostro sin asomarse más de dos segundos. Lo ocurrido para nosotros fue una advertencia ya que comprendimos que estábamos haciendo mucho ruido, fue de las últimas veces que jugábamos en los jardines. Ya éramos en ese momento un poco mayores e íbamos a misa con otro conocimiento de nuestros actos.

Pensé en todo eso mientras caminaba y traté de recordar porque creíamos en todo eso ¿o sería verdad lo que vimos?, ahora que lo pienso eran nuestros juegos, el estar juntos e imaginar cosas, el correr e inventar algunas historias simplemente, o posiblemente esa mujer era real y rezaba por alguien después de contemplar una de las casas, tal vez alguien que ella si veía y nosotros no. 

Ahora que camino con un bastón considero que eran nuestros juegos, partieran de cosas reales o imaginarias. Los niños que jugaban con la pelota corrían siendo felices, pensé que en un futuro sería este momento un recuerdo agradable para ellos. Me encaminé a la entrada del templo y preferí seguir cautelosamente mi camino, sin perturbarlos y permitiendo que crearan un recuerdo que en el futuro sería algo valioso para ellos. 

Me dirigí a la entrada de la iglesia recordando a mis hermanos y a mis padres.

martes, 5 de agosto de 2014

Los caminos de la realidad, por Joel Correa


Veo una calle solitaria y oscura, alguien que viaja lleno de esperanza en los vagones del tren, un estadio que se llenará el fin de semana, una avenida iluminada por un automóvil a alta velocidad y una mascota solitaria en un puente peatonal.

Respiro el monótono aroma de las pizzerías, el perfume de una mujer en el trasporte público, el cloro en los pisos de una central de autobuses y siento también el polvo en las canchas de baloncesto abandonadas en el periodo vacacional. 

Escucho las historias del pasado que narran un mundo lleno de naturaleza, los gritos de los niños en las escuelas primarias, las leyendas de las ciudades coloniales, las oraciones dominicales en la parroquia de la ciudad que cantan mujeres devotas y la postura cívica de las personas mayores ante lo que hacen los partidos políticos. 

Creo en un mundo lleno de sensaciones en los enormes toboganes de los balnearios, en la obediencia del motor del automóvil en medio de la gente, en los hoteles solitarios junto a la carretera y en las orgullosas jirafas de los zoológicos que aceptan comida de las personas.

Tengo los recuerdos de una conversación en una banca solitaria, la noticia que recibí en medio del tumulto de una fiesta, el triste final de una película que preferí no volver a ver, el de una taza solitaria en un café y lo qué pudo ser enturbiando mi mente constantemente.

Pienso en las personas que viajan en los aviones, en su posible mirada cansada y en su destino desconocido para muchos, pienso en los campesinos que conocen su tierra y añoran un hogar hermoso, en el destino cruel de las motocicletas en la chatarra y en las palomas mensajeras que aún se pueden ver cumpliendo una misión.

Y al final hay un camino en las miradas de las personas que piden limosna, en el aburrimiento de las cajeras en los bancos, en los jardines públicos con personas absortas en su celular, en las conversaciones de quienes salen del cine y en el qué hacer en el tráfico de la carretera después del atardecer.

Al final sólo queda la aceptación de la realidad misma. 

Agosto de 2014.

viernes, 1 de agosto de 2014

El Hobbit, de JRR Tolkien

Encontrarse con JRR Tolkien es disfrutar de una lectura llena de sensaciones nuevas página tras página. Sus relatos fantásticos nos muestran nuevos personajes y hermosos escenarios en cada una de sus novelas. Y claro un excelente libro para adentrarnos a la obra de Tolkien es El Hobbit. 

El hobbit es el personaje central, llamado Bilbo Bolsón, un pequeño hombrecito que vive en una casa semejante a una madriguera, aclarando que un hobbit tiene orejas muy agudas y pies muy grandes y peludos. Bilbo es visitado un día de verano por el mago Gandalf que lo invita a una aventura, él se reúsa y lo trata con indiferencia, éste se aleja con disgusto pero deja una extraña marca en su puerta. En la noche es visitado por un grupo de enanos que llegan a comer y casi destruyen su cómodo y acaudalado hogar; los hobbits tienen una vida placida y disfrutan de su riqueza y buena comida. Bilbo no está dispuesto a dejar su hogar aunque lo convence la gran riqueza que le propone el Rey Thorin (el rey de los enanos que también lo visita gracias a Gandalf).

Posteriormente Bilbo decide ir a la aventura, lo invade el deseo de nuevas sensaciones a pesar de los peligros, y se va con los enanos tras la búsqueda del tesoro robado por el Dragón Smaug;  el hobbit no tiene una idea clara de cómo es un dragón.  

Smaug robó el tesoro de los enanos, junto con la piedra de la montaña (una joya más preciada por los enanos que todo el oro del mundo), destruyó el reino en la montaña de los enanos y lo aisló de todo ser vivo. Y ahí sobre el oro durmió hasta que llegará un ladrón o aquellos que codiciarán las riquezas. Para llegar a la montaña tienen que atravesar el reino de los horribles trasgos, pelear contra los orcos, los wargos y recorrer el terrible bosque negro [un lugar únicamente para tan valientes personajes y atrevidos lectores]. El hobbit trata de aventuras, de grandes reinos, de la codicia del oro y del encuentro de sí mismo tras un largo viaje. Un libro que nadie se puede perder. 

Una de las grandes aportaciones de Tolkien a la literatura es dejarnos espacio en su obra, es decir, muchos de los personajes no se encuentran bien definidos (los trasgos, los hombres águila, los wargos, orcos) y dejando al lector su aspecto y carácter. Con esto no se quiere decir que su obra sea incompleta, más bien da lugar a que el lector tenga espacio para completar los episodios de su obra. Por ejemplo se insinúa la lucha del mago Gandalf con el Nicromante, pero no se relata esta parte, el autor la deja al lector, o queda para otra de sus novelas, y así la riqueza de la obra la aporta el lector tratando de imaginar qué paso. El regusto que nos deja ésta novela es de más lectura, la visita a más reinos, el qué pasará con los enanos, la ciudad de los elfos, la posibilidad de nuevas guerras entre distintos reinos.

Podemos disfrutar de los escenarios en películas como El señor de los anillos y su homónima El Hobbit, y son éstas compatibles con su universo. 

Gracias a Tolkien la Tierra Media forma parte de nuestro referente cultural. Aquí la contraportada del libro.